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viernes, 19 de abril de 2024 07:25h.
Opiniones

El matiné

Eran las 2 de la tarde en Hermigua Isla de La Gomera. El valle, como casi siempre, se encontraba encapotado. La bruma cubría los farallones que encajonan el mismo, salvo por la playa, donde la luz inunda el mar y el horizonte se deja ver. Cualquiera diría que es una sala de cine en cuya pantalla se proyecta la luz de un cielo y mar tropical.

Eran las 2 de la tarde en Hermigua Isla de La Gomera. El valle, como casi siempre, se encontraba encapotado. La bruma cubría los farallones que encajonan el mismo, salvo por la playa, donde la luz inunda el mar y el horizonte se deja ver. Cualquiera diría que es una sala de cine en cuya pantalla se proyecta la luz de un cielo y mar tropical. Estaba excitado, como el resto de mis amigos, ante la perspectiva de acudir al matiné a ver una película del Oeste.

Los domingos por la mañana nos levantábamos tarde en casa. Mejor dicho lo hacían mis padres porque mi hermanilla y yo estábamos despiertos desde el amanecer y ella no hacía sino “buscar ruido conmigo” para que le hiciera caso cuando yo estaba ensimismado leyendo un cuento de Tintín. ¡Cuántos tirones me daba del brazo mientras mi imaginación me situaba en el desierto con los gemelos Hernández y Fernández, muerto de la risa!.

Esa mañana entró por la puerta de casa una mujer altísima, con un rulo de tela en la cabeza y sobre ese rulo una cesta de caña y mimbre, llena de unos nísperos amarillos, dulces como la caña de azúcar. Era Vicenta, la medianera que tenia la finca del Rincón, a la que cada año esperábamos con deleite. Su tesoro eran esos frutos, que no se producían en ningún otro lugar. Recuerdo a mi padre cumplimentarla, trocando su presente por el nuestro, un cesto bien colmado de  legumbres y papas, amén de un hatillo de ropa.  Calculo que fueron más de 10 kilos de nísperos, pero si hubieran sido más, hubiera dado igual: entre mi padre mi hermanilla y yo acabamos con la cesta de nísperos de una sola sentada.

A continuación nos vistieron de domingo y los cuatro fuimos a misa de once—bueno, mi padre iba pero se quedaba fuera charlando y fumando con los demás hombres, salvo alguno extremadamente piadoso--, en la parroquia del “vallebajo” desde donde el Padre Mario emitía con su acento francés desde las 8 de la mañana, por medio de unos altavoces estratégicamente colocados en el valle, sus advertencias contra el pecado de la carne --lo que me tenia seriamente preocupado, pues en mi casa mi padre siempre nos proveía de carne, aunque tuviera que buscarla en la otra punta de la Isla; según Don Mario estábamos condenados al fuego eterno--. Igualmente lanzaba sus proclamas proféticas sobre la invasión china, que hoy en el siglo XXI estamos viviendo, y sobre todo se metía con los bikinis y la piscina, donde las personas parecían “gatitos y peguitos” desnudos.

En la iglesia, con mi capacidad de ensimismamiento y el runrun de los rezos repetitivos en latín, mi mente se iba directamente a otros escenarios. Encarnando al capitán de un escuadrón de caballería en plena carga contra los indios malos, malísimos, o como Espartaco, liberando a los esclavos contra la pérfida Roma, que crucificó a Jesucristo, o investido de mosquetero, que con mi espada salvaba a una bella doncella; pero cuando iba ganando las batallas, siempre me tocaba mi madre, haciéndome volver a la realidad, para que me pusiera de rodillas, de pie o me sentara; a menudo porque había acabado la misa.

Nada más salir, me encontraba con los demás niños de mi edad e inmediatamente, mientras nuestros padres se saludaban, nos poníamos a jugar en la plaza del pueblo, no demasiado tiempo, porque mi padre, mi hermana y yo nos íbamos a casa a ponernos el bañador, coger las toalla y salir rápidamente para la Piscina y el Peñón, estuviera el mar como estuviera y estamos hablando de un mar bravo donde los haya, donde antepasados nuestros perdieron la vida ahogados. Pero el riesgo, se lo aseguro, vale la pena, pues después de muchos años y de recorrer mucho mundo, no he encontrado un lugar donde el baño en el mar sea tan gratificante. No sé si es el burbujeo que producen las olas al romper contra los veriles o la profundidad de las aguas casi negras del norte de la Isla o la adrenalina ante el peligro, pero lo que sé es que un baño en el Peñón de Hermigua es comparable a cualquier placer sólo reservado a los dioses del mar y las sirenas.

A la vuelta nos paramos en “Caja Siro”, donde nos ponían “garbanzas con callos”, que se hacen con pasas y piñones. Después de comer, mi padre nos daba a mi hermana y a mí el duro de los domingos; medio duro para comprar la entrada del matiné,  una peseta y media para un polo de fresa y otra para un chicle Bazoka.

El matiné, al contrario de lo que denotaba su nombre, empezaba a las 3 de la tarde. Desde una hora antes el motor diesel de la marca Lister ya estaba con su tamborileo de barco de pesca,. A la hora de comenzar la sesión debía de estar caliente y con las revoluciones precisas a fin de dar la electricidad suficiente al proyector. No era ensimismamiento lo que nos procuraban las imágenes sino que era tal la fijación y la metamorfosis que se operaba en nosotros que acabamos dentro de la pantalla siendo protagonistas de las aventuras que corrían los chicos de la película. Con el que yo empatizaba, siempre hacía en la historia lo que yo hubiera hecho.

El cine se encontraba cerca de mi casa y se llamaba “CINE CAPÍTOL”, era un edificio de dos pisos que en aquella época me parecía espectacular. En una esquina del bajo estaba la taquilla, que daba a la carretera, y a su vera la escalera por la que se ascendía a la sala de proyección (a sus pies, en las sesiones prohibidas a menores, oíamos las magníficas voces de los artistas de doblaje, que nos hacían soñar con las historias que estaban viendo nuestros mayores). Mas allá teníamos la tentación del bar en que se compraban las chucherías y la entrada a un almacén que nunca vi abierto. En la puerta del cine, nos reuníamos los amigos de la vecindad, Ángel Ramón, Miguel Jesús, Aníbal, Lucio, y algunos más. Después de comprar la entrada y las chucherías, entrábamos juntos a ver la película que tocaba ese domingo, y nos sentábamos en aquellas butacas de madera pintadas de negro, todos hablando y con el jolgorio propio de la excitación por ver la nueva película, nuestro escape a otros mundos, sobre todo de aquellos que no tenían mi facilidad de ensoñación; el escándalo acababa en el momento mágico en que se apagaba la luz y comenzaba la proyección del Nodo, con aquel locutor que con su timbre de voz daba a los acontecimientos una altura y rimbombancia que no tenían, pero que nos impresionaba y nos hacía ver que España era el mejor país del mundo donde se podía vivir; después salían unas palomas y un cañón, preludio de la película tecnicolor y cinemascope, en cuyo momento se producía una explosión de alegría y todos aplaudíamos. Aquel domingo la película era del Oeste y durante la semana siguiente tocaba ser sheriff o forajido, vivo o muerto en los duelos al amanecer. Pero eso es otra historia....