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jueves, 25 de abril de 2024 00:00h.
Opiniones

Demasiadas concomitancias.

En la media noche del 24 de agosto de 1571 se sintió en San Sebastián de La Gomera el retumbe de tambores dando la señal de ataque, los corsarios franceses encabezados por Jean de Capdeville se habían apostado en las principales calles de la capital isleña tras entrar sigilosamente por la punta de Los Canarios.

Rubén Martínez Carmona. Historiador.-Los pobres vigilantes pertrechados en la playa no se habían percatado de la entrada de las huestes francesas y tanto ellos, cogidos desprevenidos por la espalda, como gran parte de los vecinos, sumidos en sus plácidos sueños, fueron sorprendidos en la oscuridad de la noche.

Algunos huyeron, otros fueron apresados, pocos murieron; se desató una orgia de destrucción. La noche se apagó en un furor de fuego y violencia. Al clarear el día, no contentos los franceses con lo saqueado, decidieron internarse en la isla, esta vez los gomeros advertidos los esperaron y aguas arriba del barranco los emboscaron venciendo en la pequeña refriega. El miedo atenazó a los invasores quienes dispusieron volver a la seguridad de sus barcos. 

Tras dos días de tensa espera y negociaciones, ayudados por la llegada del buque inglés “Castle of confort” junto a dos pequeñas embarcaciones, a la luz del día 26 de agosto 300 marinos, entre franceses e ingleses, inician un nuevo desembarco. Ahora parapetados, los gomeros dispusieron una feroz resistencia, la muerte de treinta de los invasores persuade a los atacantes que es mejor una honrosa retirada.

Las velas se desvanecen por el horizonte una vez saldadas las negociaciones para pagar el rescate de aquellos capturados durante “la noche de San Bartolomé” de 1571 Por aquel entonces la isla refugio de piratas y corsarios, agasajaba a quienes saqueaban y mataban. Banquetes, conciertos y bailes eran organizados por el Señor de la isla para todos aquellos navegantes que se acercaban, sin importarle si se trataba de pacíficos o violentos marineros, si se trataba de comerciante o de piratas o corsarios, si se trataba de colonos en búsqueda de nuevas tierras o de saqueadores de territorios habitados. Todos ellos eran recibidos con enorme algarabía.

Una vida alegre, fastuosa, displicente, colmada de jolgorios y fiestas, desprevenida frente a los problemas reales, encubría una pertinaz crisis. Pareciese que los gomeros no querían ser consciente de lo que realmente ocurría y se escondían entre tanto regocijo. Mientras, el Señor de la isla, Don Diego de Ayala, se preocupaba de sus negocios favorecidos por la arribada de corsarios y piratas quienes, a costa de poder llenar sus bodegas de viandas, colmaban los arcones condales de riquezas. Las obras realizadas no servían de mucho, habían perdido su funcionalidad y parecían ser más bien el testimonio de un poder que nunca existió.

La Torre del Conde construida como castillo defensivo ante los ataques desde el interior, carecía de utilidad alguna si se trataba de protegerse ante los externos. Convertida en cárcel de poco servía para impedir posibles invasiones El Señor explotaba inmisericorde a sus vasallos, ello conllevaba la huida de muchos de ellos. Los naturales habían caído en una especie de modorra y la isla estaba inserta en una crisis sistémica: demográfica, económica, social y política. D. Pedro de Valladolid nos da testimonio de ello: “los hombre de allí (La Gomera), viéndose en poder de señor que no les trata como es razón, lo dexan y se ban y despueblan la isla”.

Un aldabonazo fue la crisis de la caña de azúcar, cultivo de exportación que había dado importantes réditos a las familias más pudientes durante la primera mitad del SXVI y que se había asentado fundamentalmente en los barrancos con agua del norte. Parece ser que el cultivo de la caña no pudo soportar la competencia de la nueva producción en Las Antillas, pero para muchos más bien se trataba de la deslealtad de los ingenios del propio Señor de la isla que impedían el desarrollo de los otros. De tal suerte, a finales del SXVI, solo sobrevivía el de Hermigua cuya titularidad correspondía a los propios señores La crisis afectó a lo más hondo del vecino gomero. Desesperados, improductivos, indolentes, “no osan trabaxar, ni hacer eredeades, con temor de los dichos señores”. La isla se sumió en el marasmo, “toda caída, y la tierra y trato todo perdido”, una enorme sombra negra se cernía sobre ella y parte de sus habitantes: “por no ossar trabaxar, por la gran miseria de la tierra, y no auer quien conpre lo que cultiuan, como por temor de los señore della.”

La situación de La Gomera a finales del SXVI, como bien analizó el profesor Bethencourt Massieu y del cual extractamos las citas históricas, exigía la transformación de sus estructuras. El ataque y posterior saqueo de San Sebastián no era más que la culminación de un decadente devenir siendo necesaria una solución radical: la incorporación de la isla a la Corona. El objetivo era poner fin al señorío, transformándola en una isla de realengo controlada por una organización estatal que acabase con los desmanes de un señor que hacía y deshacía a su antojo.

Han pasado más de 400 años pero parece ser que los hechos históricos tienen una diabólica continuidad y la situación de hoy se asemeja mucho a la vivida en 1571. Demasiadas concomitancias. Nosotros hemos sufrido un pavoroso incendio que ha saqueado parte de nuestro importante patrimonio natural favorecido por el mal hacer de los gestores políticos que no técnicos.

Velamos nuestros problemas con un espíritu festivo, entre baile y baile, entre fiesta y fiesta, entre comida y comida, se disipan nuestros males. Un ingente gasto en obras innecesarias cuya única finalidad es hacer las obras sin tener en cuenta su viabilidad o el más mínimo estudio de rentabilidad económica, salpica nuestra geografía insular. Hemos caído en una especie de modorra y las pocas iniciativas de interés o son machacadas o son engullidas por un aparato burocrático sin tan siquiera saber masticarlas y digerirlas.

“Nuestro” Señor y sus lacayos han construido un enorme aparato burocrático que fagocita sobre el endeble sistema productivo y en vez de favorecer el desarrollo económico fomenta las relaciones clientelares basadas en los favores. Gran parte de la fuerza de trabajo, con la tasa de paro más alta de Canarias, queda a la espera del maná salvador en forma de contrato de seis meses. Una enorme apatía y dejadez asola a la sociedad insular. Y la terrible sensación de persecución de quienes discrepan, jalonan el día a día de nuestro endeble sistema democrático, concebido por algunos “progresistas” como el ejercicio de depositar el voto cada cuatro años.

Ahora la terapia a nuestros males no es incorporarnos a la Corona de Castilla, la isla necesita liberarse de las ataduras que todavía la sujetan a la etapa señorial y dar paso a un nuevo periodo donde, por fin, nos incorporemos a la “modernidad”. De nosotros depende.

Rubén Martínez Carmona. Historiador.