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martes, 16 de abril de 2024 20:57h.
Opiniones

Hay días peores, sin duda

Nicolás Guerra Aguiar.

Nicolás Guerra Aguiar.-Mi primer contacto diario con la realidad ajena, que también es la mía, se produce en las del alba, cuando emisoras de radio y periódicos digitales vienen cargados de nuevos titulares, trátese de lo que pasa ahí afuera, en las mismas orillas de nuestra inmediata sociedad o, a veces, a miles de quilómetros, por más que las distancias no disminuyen los impactos emocionales. En este segundo estadio puede tratarse de chinos de aquella China tan llena de flagrantes contrastes entre cuentas de supermillonarios y campesinos esclavizados; o de nigérrimos negros africanos cuyos ojos son manteríos de moscas hambrientas que nidifican en bocas, conductos nasales, labios de niños ennegrecidos por la miseria, o tal vez míseros por negros; quizás de gentes que por allí pasaban y con sofisticadas bombas inteligentes les abren vientres, espaldas, cráneos; acaso con balas también fabricadas en el mundo civilizadamente cristiano para matar moros, musulmanes y árabes en Irak, Afganistán, Libia o Palestina, da igual.

O incluso en un puerto de Oriente (“Un puerto del Oriente / es como un estercolero del negocio, / o como una autopsia de miseria humana”), tal como denunció Ventura Doreste en la Cercada, antología poética de 1947 que editó la colección El Arca aquí al lado, en Las Palmas, un 30 de mayo, con las palabras rebeldes y comprometidas de Agustín y José María Millares, el propio Ventura, Pedro Lezcano y Ángel Johan. Porque estos hombres fueron pioneros en la España de posguerra con su poesía humana y hondamente impactante a la búsqueda de mundos en libertad, la que a ellos mismos les estaban negando y que necesitaban con urgencias para seguir siendo, incluso para respirar. Y esta Cercada de 1947 no es más que la constatación –sesenta y cinco años atrás- de que casi nada ha cambiado, de que seguimos en la misma rueda de los siglos como si las estructuras sociales solo se hayan modificado para que todo siga igual, vanas ilusiones de quienes creímos que la Sociedad había evolucionado hacia respetos, consideraciones y dignidades humanas.
Y sucede igual con los periódicos más cercanos, aquellos que conocemos, los mismos que en rápidas visiones de titulares también me dejan impactos de sinsabores porque ellos son, al fin y al cabo, el espejo de nuestra sociedad. Y uno lee –siguen siendo las del alba- sobre bombazos en el costado de la condición humana cuando las palabras traducen desahucios, legales usurpaciones de viviendas a quienes creyeron que podían contar con su nómina, a veces al albur del pagador, en otros momentos ya inexistente porque la empresa quebró, eró con el ERE o innecesariamente redujo personal, ahora que las condiciones son las óptimas. Y cuando destacan casi con disculpas y tímidamente que las inmensas listas del paro continúan su extensión a lo largo y ancho, pienso también que los amaneceres vienen siendo los mismos desde hace años, incluso a peor desde que nos engolosinaron con la yerba, aquellos brotes verdes de los psocialistas, tomadura de pelo, esta duele más. Y si leo que el paro juvenil –la generación más titulada- ronda el cincuenta y tres por ciento, y que nuestros hijos se preparan para buscar las Américas en Londres, Berlín, Oslo, Utrech, Tánger, siento también el desasosiego que aprisiona como si de una despedida hasta la muerte se tratara.
Por esas razones a veces solo ojeo, simplemente. No me permito entrar en los contenidos porque me impacta la realidad; y porque sé de ella no quiero entumecer mi propia condición de ser pensante, pues necesito diafanidad para subir las palabras y llevarlas allá donde puedan servir de algo, si es que de algo pueden servir, ¡casi siempre tan solas en medio de tantos y tantos silencios de gentes que saben hablar, pero no lo hacen, solo se quejan lastimosamente!...
Y salgo a la calle. A veces hay días que son la puñeta, de verdad. Pero tampoco puedo levar pasarelas para que me dejen solo y a solas entre inmensas murallas de indiferencias, sobre almenas que apenas ven lo que en lontananza se asoma: la realidad de mi gente, de quienes caminan casi sin levantar la mirada, horrorizados en sus propias soledades… o, quizás, ya sin visiones, plenos de cataratas y absortos en mundos irreales.
Camino por la calle. Hacia el Museo Canario rozo con la vida, aunque se trate de malvivires. Ayer, por ejemplo, me senté junto a un señor que apoyaba la barbilla en la empuñadura de un bastón, ya casi su único sostén, el hálito final. Al poco me contó que a sus ochenta y cuatro años de nada le sirve la vida, muy al contrario: ansía dejarla. Cuatro de sus nietos y su hija viven con él, como cuando tuvieron quince años. Ninguno trabaja, y siente sus silencios de impotencia y de manías hacia esta sociedad, pero nada puede hacer. Un día, él lo sabe, algunos -o los cuatro- desaparecerán, y él morirá sin saber de ellos. Por eso desea la muerte para mañana mismo, si pudiera elegir. Así, lo acompañarían hasta el crematorio.
Es la calle de al lado. Una mujer –cuarenta y pocos años- vigila con disimulo a una niña –once, doce- desde la supuesta atalaya de un escaparate esquinado. Supongo que es su madre. Esconde parte del rostro en un pañuelo. Se oculta quizás por vergüenza, angustia vital, tragedia humana: la niña les presenta a los viandantes una caja con bizcochos, envueltos en papel transparente. Se los ofrece a la venta por unidades, pero casi nadie compra. Pasa un grupo de jóvenes en plan perdonavidas. El cuerpo de la mujer se electriza: tal vez teme que abusen de su hija, que le tomen el pelo, que le roben alguno. La niña es muy mayor, infinitamente madurada, perdió sus sonrisas casi desde las alburas de la venta en la calle. Y noto que la madre sufre en cataratas.