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viernes, 19 de abril de 2024 00:01h.
Opiniones

La partitocracia

Alonso Trujillo-Mora .-Con los monumentales escándalos de corrupción pública que se han destapado ahora en Cataluña y en La Gomera, se presenta la oportunidad de traer a colación qué es la Partitocracia.

Alonso Trujillo-Mora .-Con los monumentales escándalos de corrupción pública que se han destapado ahora en Cataluña y en La Gomera, se presenta la oportunidad de traer a colación qué es la Partitocracia. La versión moderna del viejo caciquismo de la Restauración que asoló a España es la Partitocracia. Hoy los ciudadanos no se relacionan directamente con el Estado sino a través de los partidos que –su función ortodoxa- son los que se identifican con unas ideologías determinadas y canalizan el voto de los electores. Los trastornos provienen del hecho de que el partido no se limita a desempeñar la función indicada sino que se apodera lisa y llanamente del Gobierno al tomar como rehenes a los gobernantes. El mecanismo utilizado a tal propósito es muy sencillo: el partido es el que designa a los candidatos, de tal manera que los militantes saben que no van a ser elegidos por sus méritos propios –o por sus idea propias- sino por formar parte de una lista electoral; como saben también que si el partido les retira su apoyo y les borra de la lista, no tienen posibilidad de ser reelegidos. El partido, coloca a sus hombres en el poder y allí los controla con la amenaza de retirarles la confianza. O lo que es lo mismo: el Gobierno está en manos del partido, que es el que gobierna a través de los órganos constitucionales que ha ocupado y con el instrumento de las personas que ha designado a tal fin. Es el juego de las muñecas rusas: dentro del Gobierno aparece el partido; pero ¿Quién hay dentro del partido?

Desde luego no los militantes sino un aparato minoritario, y hasta minúsculo, que toma las decisiones y, sobre todo, designa a los candidatos, que, si son elegidos, actuarán como mandatarios de aquél. Quien domina el partido, a través de él domina el Gobierno y luego, a través del Gobierno, domina el sector público que está en manos del Gobierno, así como a la parte del sector privado que de él depende. La clave y el secreto de la res publica se encuentra, por tanto, en el partido. Con estos presupuestos empiezan a actuar los viejos resortes caciquiles que ya conocemos. El partido designa al Gobierno y a cerca del millón de personas que ocupan cargos de naturaleza política y que constituyen su clientela puesto que deben su pan a quien les ha nombrado y saben que pueden volver a la calle al menor gesto de protesta. Hasta aquí todo es, pues, “para los amigos” dichas y agradecimientos, pero inmediatamente comenzarán a llegar las facturas de pagos insoslayables.

La primera es el trabajo que hay que realizar para el partido, concretamente el laboreo de los campos electorales. Los gobernantes -desde el presidente del Gobierno hasta el último ordenanza interino- tienen que trabajar ciertamente para el Estado, el interés público (como se proclama en todos los discursos); pero no menos cierto es que también y en primer lugar deben atender los intereses del partido, aunque solo sea porque si descuidan los intereses públicos no pasa nada, mientras que si descuidan los del partido se quedan sin cargo y sin pan, bien porque el partido los cesa o porque pierden las elecciones siguientes y han de ceder el puesto a los del bando contrario. Esta es lección que los políticos no olvidan jamás y obran en consecuencia.

Ahora bien, en esta red politico-administrativa se conecta otra segunda de contenido económico. El Estado (y detrás de él el partido) maneja unos presupuestos cuantiosos y controla, además, buena parte del sector privado, porque sucede que si el Estado moderno ha colonizado la sociedad enquistándose en las organizaciones sociales de relevancia económica, también el partido gobernante coloniza al Estado y a través de él a la sociedad, extendiendo sus tentáculos hasta el último rincón, desde una potente corporación económica hasta una humilde comunidad de regantes. El ejemplo de las cajas de ahorro no puede ser más ilustrativo al respecto: mediante reformas legislativas muy concretas se propició el desembarco del PSOE en ellas, para desde allí intervenir en el mercado financiero y, de paso, arrancar gruesas astillas mediante la sencilla práctica de hacer que se contabilizasen como fallidos irrecuperables créditos al partido, cuya devolución las cajas no se molestaban en reclamar, además de otras operaciones más complejas como el cuantioso préstamo de Unicaja a Intelhorce bajo la garantía, es decir, sin garantía, de unos terrenos embargados: provocándose al fin un escándalo internacional que ha dado mucho que hacer a la Unión Europea.

De una manera o de otra, el hecho es que al PSOE (y en menor escala porque ocupó menos tiempo áreas de poder, al PP) fueron canalizándose clandestinamente muchos cientos de miles de millones de pesetas. Dicho con mayor precisión: de la sociedad se han drenado “con dirección” al partido cantidades ingentes, pero no se sabe si han llegado a su destino. En consecuencia hay una cuestión previa fundamental, que consiste en determinar quién es el destinatario real final de las cantidades desviadas: si un partido político (para el que recaudan los militantes) o unas personas físicas (que extorsionan con el pretexto de que trabajan para el partido). Tal es el gran secreto de la corrupción política española. En los países desarrollados se da por supuesto que el que realmente percibe el dinero es el partido y hasta los pillos más redomados suelen precisar claramente si extorsionan en beneficio particular o en el de su partido. En España, en cambio, se vive en la ambigüedad y nunca se sabe de cierto si el dinero termina en las arcas del partido o en el bolsillo del militante, o se lo han repartido entre los dos. Ambigüedad que se cultiva con esmero, que se protege con ocultaciones y mentiras cínicas y que solo están en condiciones de despejar –después de romper la maraña en que todo está revuelto- autoridades oficiales e imparciales, como jueces, fiscales, policías e inspectores del Estado. Cuestión aparte es que se ocupen, o tengan tiempo, o medios, o los dejen ejercer sus atribuciones

Estamos hablando de fugas que rondan miles de millones de euros anuales. Un corretaje fabuloso que convierte a la política en un negocio: porque la política no es solo vocación elogiable que puede convertirse en profesión lícita y honesta, sino también en negocio corrupto y, en su caso, delictivo. Un negocio –tanto más atractivo que apenas si necesita inversión- en el que se juega ingentes cantidades de dinero, que se van a repartir entre el partido, sus hombres en el aparato estatal y en la intermediación y, en fin, el gremio de de los empresarios deshonestos.

Los partidos políticos han terminado convirtiéndose en la escuela de todas las corrupciones. Gastan más de lo que legalmente ingresan y se alimentan de las organizaciones públicas que ocupan o controlan. Piden transparencia en la vida económica y ellos llevan cuentas falsas; elogian la honestidad retributiva y defraudan a Hacienda; invitan a la sobriedad y dilapidan los fondos públicos; alaban la imparcialidad y son beligerantes en todo; propugnan el mérito y la capacidad y practican el nepotismo y el enchufismo. Por decirlo con otras palabras: historias de capa y finanzas, con los Luis Candelas de las falsas contabilidades, los Tempranillos de las facturas falsas y los otros madrugadores del dinero de alcantarilla. En esto ha venido a parar aquel proyecto ilusionante de 1.978. Es como un soporífero que va penetrando en la sociedad y creando en ella un cuerpo de símbolos, mitos e imágines de la vida ingeniera y trapacera del Patio de Monipodios; y de paso congelando la moral pública.

Así es como llegamos a la Partitocracia y a la gran corrupción de la que se ocupa éste artículo.