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viernes, 29 de marzo de 2024 00:00h.

Detrás de la pantalla

OSCAR MENDOZA OPINIÓN
“Se les quita días libres porque deben trabajar en su planta, mientras agachan la cabeza y desean que todo acabe pronto. Detrás de su pantalla, como dice Ramón, ven a gente mayor y no tan mayor que sufre al mismo tiempo que el pánico ha pasado a dominar sus conductas. Ancianos que lloran, otros que no expresan nada porque lloran por dentro, lo que es peor, y la soledad que es rota por la sonrisa metracrilática de ese enfermero, médico, PERSONA, que les dice que todo irá bien, bordeando la verdad a veces, cumpliendo con su obligación siempre.”

Sería un ingrato si me quejara de la infancia que tuve. Nunca pasé necesidades y conocí a personas increíbles con las que me fogueé en las eternas dudas de los primeros años y, después, de la adolescencia. Había problemas, propios o ajenos, pero todo parecía más fácil, quizás por la ausencia de las responsabilidades de la vida adulta o, también, porque no había desazón que no se arreglara con un buen bocadillo de chorizo perro y un vaso de Clipper. 

Andrés Chinea, Alexis Serafín, Ramón Rodríguez( mi Cicerón en los años de BUP y COU en La Villa), …  estaban ahí, siguen estando y estarán. No hace falta hablar todos los días para afirmar la amistad, siendo los valores esa lazo de unión mucho más poderoso que una llamada telefónica o un mensaje de Whatsapp. Hay cosas que no mueren aunque no las veas todos los días y, además, los ojos son ciegos para lo esencial, que diría Saint-Exupéry.

Suena el móvil y es una videollamada. Aparece el gran Ramón Rodríguez vestido como un astronauta, imagen que me provoca asombro y seguridad a la vez, algo necesario en estos tiempos tenebrosos, uniforme para protegerse y protegernos. Detrás de una especie de pantalla me pide ayuda, como habíamos quedado, para traducir a un paciente africano que no habla español pero sí francés. 

Me siento obligado a hacerlo, tal vez porque soy funcionario y estudié con beca, con lo que me siento en deuda con la sociedad, pero percibo que es mucho más fuerte la obligación  nacida de la amistad que me une a él. Me pasa al paciente, un adolescente más asustado por las posibles represalias judiciales ante su condición de irregular que por el posible tratamiento médico. Lo tranquilizo y él se deja hacer, confirmando que las palabras pueden ser un arma muy poderosa.

Ramón me da las gracias y se despide de mí mientras me enseña con qué vestimenta debe realizar su trabajo para que los que nos cuidan no caigan y puedan seguir cuidándonos. Adiós Ramón, gracias Óscar, nada nada, a mandar.

Reflexiono al respecto intentando hacer mía su situación antes los pacientes, ejercicio de empatía, esa cualidad tan poco arraigada en el ruedo ibérico, herramienta que nos haría a todos un poco más felices.

Trabajan por plantas de especialización, buscando la eficacia y la eficiencia al concentrarse en ciertas patologías, las mismas o, casi, durante años, con lo que se gana en experiencia y, por ende, en la mejora de diagnósticos y tratamientos. Y, de repente, llega la COVID y hace que todo salte por los aires. Si hay muchos casos, se declara un brote con lo que eso acarrea al no poder atender a los enfermos como se debiera. 

Nervios, preocupaciones, PCR de ida y vuelta, miedo y esperanza mezclados con una situación donde el estrés campa a sus anchas. Se respira hondo al cambiarse en los vestuarios y sigue adelante porque, sencillamente, la profesionalidad es más poderosa que el miedo.

Se les quitan días libres porque deben trabajar en su planta, mientras bajan la cabeza y desean que todo acabe pronto. Detrás de su pantalla, como dice Ramón, ven a gente mayor y no tan mayor que sufre al mismo tiempo que el pánico ha pasado a dominar sus conductas. Ancianos que lloran, otros que no expresan nada porque lloran por dentro, lo que es peor, y la soledad que es rota por la sonrisa detrás de un plástico de ese enfermero, médico, PERSONA, que les dice que todo irá bien, bordeando la verdad a veces, cumpliendo con su obligación siempre.

Están solos mientras que sus familiares perciben su soledad y no pueden hacer nada. Esperan a que baje el médico y les diga que todo va bien o, quizás, que se preparen para lo peor. Cierro los ojos, veo la escena y las palabras ya no vienen a mí, han mutado hacia la nada porque hay situaciones que son indescriptibles o, mejor, que sería una osadía describir. 

Ahí quisiera ver yo a los negacionistas, a ésos que dicen que el virus es un timo, ésos cuyo egoísmo nos está llevando al desastre, ésos que, al parecer, saben más que los sanitarios. Que pasen un día en las UCIS de cualquier hospital, para que se les quite la bobería, que diría un castizo, y para que, de una vez por todas, nos dejen en paz y no hagan más daño al sembrar la confusión.

Nuestros sanitarios son héroes pero también están hechos de lo que estamos hechos todos nosotros. Seguro que a alguno se le ha escapado una lágrima furtiva que ha acabado en su boca, intentando que nadie se dé cuenta porque creen que no deben permitirse ningún momento de flaqueza. Muchos, si fueran icebergs, ya se habrían derretido por las emociones. 

Quieren abrazar a ese anciano que llora, quieren tocar a ese joven que sufre, quieren ser el consuelo plasmado en la cercanía del cariño, quieren ser ellos mismos pero no pueden. Se mantienen firmes y, en el coche, de vuelta a casa, con ojos rojos por el cansancio y la falta de sueño, dan rienda suelta a todo lo que han negado. Fuera, en las carreteras vacías de un domingo a las ocho de la mañana, tal vez llueva. Dentro de ellos hace rato que cae una tormenta.