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viernes, 29 de marzo de 2024 00:00h.

La diferencia española

OSCAR MENDOZA OPINIÓN
“Ahora, muchos años después, el tiempo nos ha cambiado, pero no tanto. Vivimos una tragedia que parece ir a menos y que nos ha dado un patada en el culo, lanzándonos hacia algo nuevo donde la seguridad parece una virtud del pasado. La lucha contra el virus tiene su extrapolación en la arena política donde ese odio del que les hablaba al principio brilla en su actualización 2020.”

No hay pasión más intensa que el odio, decía Lord Byron, y tengo para mí que alcanza un éxito notable cuando está cubierto de la piel de toro. España, admirada e incomprendida a partes iguales, no deja a nadie indiferente porque siempre fue diferente. Los matices pasan casi desapercibidos si lo normal es siempre la confrontación, el combate, lo opuesto como referencia y la aniquilación como esencia de la victoria. 

Ganar por seducción o convencimiento no ha echado raíces en nuestro país porque el suelo esta preñado de maldad y el agua que podría regar esa noble planta es muchas veces sustituida por la sangre del pueblo. Y, ya saben, la sangre derramada siempre estará ahí, dispuesta a reclamar su venganza. El perdón y la compasión no están tejidos de rojo y gualda.

Mi amigo Enrique Niebla, profesor de Historia  y originario de Hermigua, desgranaba capítulos de nuestro pasado cuando nos veíamos y yo, al escucharlo, me convencía de esta tragedia, de esta maldición bíblica que no ha tenido los suficientes días de maná como para cambiar nuestro destino.Quizás los dados de la fortuna siempre marcan cero en la mesa de juego de nuestro país.

“Spain is different” era el slogan utilizado como mantra para atraer turistas y salir de la oscuridad en la que nos metió el caudillito del Ferrol. En los años 60 España se abrió al mundo y supuso un cambio relativo en las costumbres y en la economía aunque no en las libertades políticas. Unos pocos militares y unos muchos del Opus Dei pensaron que el viejo chocheaba y que la autarquía era veneno en sangre. Había que cambiar las formas para que todo siguiera igual, o casi. Nuestra diferencia era nuestra grandeza y los rubios llenaron la patria a base de corridas de toro y buen vino.  Y se produjo el efecto llamada, y los rubios llamaron a otros rubios o morenos, y las playas se llenaron de algo nuevo que quería, precisamente, nuestro esencia, lo diferente y lo que no se encontraba al norte de los Pirineos.

Ahora, muchos años después, el tiempo nos ha cambiado, pero no tanto. Vivimos una tragedia que parece ir a menos y que nos ha dado un patada en el culo, lanzándonos hacia algo nuevo donde la seguridad parece una virtud del pasado. La lucha contra el virus tiene su extrapolación en la arena política donde ese odio del que les hablaba al principio brilla en su actualización 2020.  “El odio nunca tiene fin”, decía Balzac, sobre todo cuando no se mide lo que se dice y se quiere el poder a toda costa. Lo cainita da más rédito que el diálogo en un territorio donde las buenas maneras y el reconocer los errores no ganan elecciones.

Y ése es el problema. Hay demasiado odio como medio de supervivencia política. Nuestra alma y nuestro corazón parecen anclados en la batalla del Ebro y muchas veces creo que nunca saldremos de ahí. El Gobierno, abrumado por la situación, ha cometido errores que, creo, tienen que ser valorados dentro de unos meses para no perder la fuerza de la unidad. Cuando todo esto pase y, sobre todo, cuando haya elecciones cada español deberá ajustar cuentas allí donde debe hacerlo, esto es, en las urnas. La Oposición, al parecer, no quiere derrotar al virus sino aprovechar la coyuntura para obtener el poder a toda costa aplicando lo ya sabido de que caiga España que ya la levantaremos nosotros. En fin…

Uno piensa y escucha, o escucha para mejorar lo que se piensa, mejorando en el criterio propio. Tengo la costumbre de ir a pasear, ahora que se puede, por mi querida Guamasa. Lo hago siempre después de almorzar y escuchando la radio francesa. Durante una hora parezco el paseante solitario, que diría Rousseau,  mientras el idioma francés acaricia esa parte de mi alma construida por tantos años de docencia y por estancias en ese hermoso país.

En Francia, como en muchos países, la situación es también preocupante pero no percibo tanto odio ni tanto rencor en los regidores galos, ni tanta hambre de poder en los que quieren serlo. El sentido común está ahí y parecen más unidos que nosotros, como en Portugal, como en Alemania, como en Italia, como en tantos países que han luchado mejor porque no ha habido tanta división. Nuestra esencia y nuestra historia, una vez más, nos perjudica.

Bimarck ya dijo hace tiempo que España era sin duda el país más fuerte del mundo porque había intentado destruirse en muchas ocasiones y no lo había conseguido. El día que dejen de intentarlo, decía el Canciller, será la vanguardia del mundo. Un teutón nos pone la cara colorada hablando de nuestras flaquezas y dándonos la solución a nuestros problemas históricos. Su compatriota Merkel nos hizo mucho daño en 2010 e incluso obligó a cambiar nuestra Constitución ante el silencio cobarde de Zapatero y de Rajoy. Ahora parece que todo será diferente y la gran Angela se parecerá un poco más al gran Otto.

Nosotros, por el contrario, debemos parecernos a aquello que deseamos ser y no repetir los errores del pasado. Hemos hechos cosas grandes y haremos cosas mejores si dejamos atrás cierto peso maligno de la Historia y nos centramos en lo mucho que nos une y no en lo poco que nos separa. 
Quizás sea tarde para nosotros pero no sería mal testamento para nuestros hijos.