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viernes, 29 de marzo de 2024 00:00h.

Dudas y certezas

OSCAR MENDOZA OPINIÓN
“Y, sin embargo, lo hacen. Son obedientes a sus padres, siguen las reglas que no entienden porque, quizás, y sólo quizás, algo les dice en su interior que su sacrificio hará que disfruten durante más tiempo de las caricias y mimos de sus abuelos. Y ahí siguen, diciendo sí a lo que dice Mamá y Papá, dibujando sonrisas dirigidas a los padres de sus padres, sonrisas llenas de “te quiero”, conscientes de que no existen virus que puedan destruir el amor.”

Esta tragedia inesperada, desatada cual fuego a partir de un pequeña chispa en el país que inventó la pólvora, ha venido a traer muchas dudas pero también algunas certezas. Las dudas no cesan e, incluso, se incrementarán, pero las certezas pueden ser el ancla de este navío que parece ir a la deriva o, incluso, hundirse como resultado de los torpedos que el egoísmo del ser humano, bañado en el barniz falaz de una globalización cruel, ha desatado contra su propia especie.

Todo lo que fue parece que ya no es o tendrá que ser de otra forma. Los abrazos, los besos, las caricias, alimentos del amor cotidiano, irán a menos durante un tiempo y esperemos que, a fuerza de no practicarlos, no los olvidemos. El automóvil del aprecio no funciona sin esa gasolina.

Dábamos muchas cosas por sentado y hemos visto que son prestadas por el destino o la suerte y que, en un momento dado, todo salta por los aires en una explosión donde lo más simple es, casi siempre, lo más preciado. Tiempos de cambio, asumiendo que no podemos seguir así y aceptando que nadie tiene una solución brillante. Necesitamos parar, respirar, mirar a los demás para ver si están bien y seguir adelante. La hoja de ruta ya no puede ser diseñada en beneficio de unos pocos sino pensando en la mayoría. Ése, y no otro, es el mayor reto.

Muchas dudas, es cierto, pero también algunas certezas. Hemos visto a gente que da lo mejor de sí, individuos desconocidos para la mayoría, vestidos con batas blancas de bondad o con uniformes de grandeza mientras esperas tu turno en una cola de un supermercado. Anónimos que conducen camiones a cualquier hora del día o de la noche mientras sus ojeras de cansancio son borradas por el convencimiento de que a nadie le faltará la comida mañana.

Vecinos, que sólo rozabas con un buenos días, poniendo carteles en la entrada del edificio para hacer ver que quieren ayudar y dibujando así la grandeza de su corazón. Pequeños actos individuales, en fin, que parecen diseñados para crear una colectividad mejor.

Hace falta esperanza y contar historias que te abriguen el alma. Hace unos días me llegaba un audio, cosas de las redes sociales, en el que una profesora hacía ver que tuvo que desplazarse, de forma individual y responsable, con mascarilla y guantes, para buscar material con el que atender a sus alumnos de la mejor manera posible. 

Ella se había trasladado a casa de sus padres para cuidarlos e iba a su piso a buscar dicho material. La policía la paró y le pidió explicaciones. Ella, asumiendo la posible multa, contó la verdad y esperó la sanción. El agente sonrió y dijo que siguiera porque ella también merecía un aplauso, que él tenía hijos y sabía que sus profesores los atendían a cualquier hora del día. No hubo multa, como digo, sino que los dos policías aplaudieron a la profesora.Necesitamos gente así. La disciplina debe ser bordeada si el fin es ayudar y si no se pone en peligro a nadie.

El sentido común, ya saben que es mi Dios particular, tiene que empezar a ser el más común de los sentidos.
¿Y qué me dicen de los niños? Muchos ya tenemos una edad y las energías no son las de antes. Parecemos otros porque los días de la plenitud se perfilan en el pasado, lejanos ya ante la certeza de que, como diría Oscar Wilde, la juventud es lo único que merece la pena poseerse.

Los niños, al contrario, están cargados de vida, de inseguridades y de exploraciones. Necesitan salir y relacionarse, juntarse y comunicar para, después, volver a ser uno solo , reflexionando y creando así la personalidad. Están haciendo un esfuerzo ya que no están diseñados a esas edades para aguantar todo esto. Uno, curtido ya en mil batallas, emplea la fuerza de voluntad para negar los deseos pero no se le puede pedir algo así a un niño de ocho años.

Y, sin embargo, lo hacen. Son obedientes a sus padres, siguen las reglas que no entienden porque, quizás, y sólo quizás, algo les dice en su interior que su sacrificio hará que disfruten durante más tiempo de las caricias y mimos de sus abuelos. Y ahí siguen, diciendo sí a lo que dice Mamá y Papá, dibujando sonrisas dirigidas a los padres de sus padres, sonrisas llenas de “te quiero”, conscientes de que no existen virus que puedan destruir el amor.