Buscar
viernes, 29 de marzo de 2024 00:00h.

Sus ojos, mi mirada

OSCAR MENDOZA OPINIÓN
“Hacemos nuestro árbol de Navidad, pequeño como es él y como soy yo, pero grande cuando lo miramos abrazados a cierta distancia, contento él por haberlo hecho casi solo, contento yo por observar su sonrisa y su mirada, droga de la que ya nunca podré pasarme.”

No sé quién me decía hace unos días que la juventud es el tiempo que pasa entre el momento en el que te dejan salir de fiesta y aquél en el que no sales bajo ningún concepto. Es, in animus iocandi, una buena definición de ese periodo lleno de energía y esperanza, fragmento de vida dibujado con líneas poderosas que se van borrando poco a poco. Todo tiene un principio y un final y quizás sea mejor así.

En esa bajada hacia la nada te das cuenta de que hay cosas que ya no son tan importantes o, mejor, a las que ya no les prestas tanta atención y descubres otras, plenas y tranquilas, más próximas a ti, que te provocan sorpresa porque antes las repudiabas y ahora estás seguro de que siempre han formado parte de tu esencia. La madurez, para qué engañarnos, tiene placeres que sólo descubres en la madurez.

Fui padre muy tarde, demasiado tarde si tenemos en cuenta las fuerzas que ya me abandonan, en el momento preciso si pienso en que me vino en plena madurez y eso, visto lo visto, es un plus a la hora de educar. Me conozco bien, veo perfectamente mis debilidades y sé, a pesar de mis errores, el camino que debo seguir para acompañar a mi hijo, quizás por ese concepto de responsabilidad que me configura, excesiva y casi patológica, como me suele decir mi amigo José Juan Rivero.
Vino al mundo siendo un niño muy deseado, milagro de la vida que me cambió para siempre, mirando a un lado y a otro, ausencia de llanto en su cara mientras que una lágrima bajaba por la mía. Su dedito en su boca parecía señalar algo que no supe descifrar, su tranquilidad vino a calmar mi nerviosismo, su peso al cogerlo aumentaba exponencialmente el peso de mi corazón.

Y después, bueno, después se hizo caca dos veces seguidas sobre mi pantalón, dejando una mancha en mi vaquero que tuve durante horas al no poder cambiarme mientras él, estoy seguro, se reía por dentro pensando que era la primera broma de las muchas que me iba a hacer en todos estos años. Ahora hablo con él, le pregunto qué me hizo nada más nacer y me contesta caca en tu pantalón, mientras ríe de oreja a oreja, de forma limpia y pura, con esa cara de inocencia de los niños, rostros que todavía no han sido marcados por este sistema que nos hemos dado. Ríe a carcajadas mientras mi alma se llena de algo que no sé definir pero que me hace el hombre más feliz que pisa la tierra.

Y aquí sigo, paso a paso, acompañándolo con dedicación, con aciertos y errores, queriendo pactar con un ser superior, si yo creyese en eso, el estar con él hasta que cumpla sus 24 años. Entonces, y sólo entonces, no me importará que la de la guadaña me llame.
Las dudas son muchas y a veces me agobian. Intento aplicar el sentido común y, si no, coger el teléfono y preguntar a mis amigos. Así lo he hecho porque fueron padres antes que yo y porque confío en ellos. José Juan Rivero, Alexis Serafín, Mingo Correa, Ramón Rodríguez, … pueden dar fe de ello.

Lo recojo en el colegio a eso de las 2 y media, rodeado de muchas madres y sólo dos padres, mascarillas y miedo que nos impide hablar mucho, conocernos un poco mejor a través de nuestros hijos. A pesar de todo veo que son gente bastante más joven que yo, algunos pasos detrás de mí en el camino de la vida, con vidas más cargadas de esperanzas que la mía. Salen nuestros hijos, disparados hacia los brazos de sus progenitores, sonrisas al viento. Diego viene a mí y dudo que haya un padre que abrace a su hijo más fuerte que yo, quizás porque me queda menos tiempo.

Despegamos en mi coche y no para de hacerme preguntas sobre todo, sobre tal cosa que aprendió o tal hecho que vivió, curiosidad que me cansa después de mi jornada laboral pero que también me es placentera porque sé que es el primer paso hacia el conocimiento. Preguntar y leer. Ése es el secreto.
Hacemos nuestro árbol de Navidad, pequeño como es él y como soy yo, pero grande cuando lo miramos abrazados a cierta distancia, contento él por haberlo hecho casi solo, contento yo por observar su sonrisa y su mirada, droga de la que ya nunca podré pasarme. 

Family busy at their home interior

Los mejores regalos, me dice, no están envueltos en papel: la familia, la amistad, el amor. Sé que alguien se lo ha dicho, seguro que su madre, pero ha sido capaz de asociarlo a la  chimenea de nuestra casa, chimenea por la que, una noche mágica, alguien bajará para hacerlo un poco más feliz mientras Morfeo lo acompaña en su sueño. 
Medito lo que me ha dicho y estoy seguro de que se pierden muchas cosas valiosas cuando se pasa de la niñez a la vida adulta. 
Yo sólo pido una cosa: quiero que él tenga salud. Del resto me ocupo yo.

Vamos a un parque para niños pequeños. Me hace dinosaurios o animales híbridos que yo no conozco pero que él parece conocer a la perfección, en esa mezcla de imaginación y de inocencia tan propia de su edad. Escala toboganes al revés mientras le digo que tire de sus brazos, que no se rinda, que aprenda a superarse, mientras pienso que me gustaría que el deporte forme parte de su vida diaria. Lo felicito y pasamos por el gimnasio para que vea una de mis pasiones. Saludo a algunos compañeros y él se queda callado. Al salir me dice que tengo fuerza pero que estoy viejo. Mis risas, ahora sí, se mezclan con las suyas en ese baile de felicidad que me rejuvenece no sé cuantos años.

Almorzamos en un restaurante. Le pregunto entre risas que si invita él y me responde que no puede porque no tiene dinero. Y veo la ocasión como un pase de fútbol, que diría mi querido Kiko Macho, y le explico que  hay cosas que hay que pagar y que, para eso, hay que trabajar y que, para eso, hay que estudiar. Me dice sí papi mientras le digo que hay otras cosas que no tienen precio pero sí mucho valor: el respeto, la educación, el sacrificio, … y que ésas no se compran, a Dios gracias. No estoy seguro de que lo haya entendido pero sí estoy seguro de que lo entenderá cuando sea mayor. Si no es así, habré fracasado como padre.

Llegamos a casa. Lo baño. Agua y jabón, risas y fiestas, mientras mi espalda ya se queja y me recuerda mi edad. Es muy duro cuando nadie te ayuda pero así son las cosas.
Lo seco y me dice que me va a cuidar mucho cuando sea mayor. Lo beso pero escondo mi mirada. No quiero que lea en ella el hecho de que no quiero que eso pase, que él tendrá su vida, sus vivencias y sus problemas, y que no permita el destino que él sufra lo que yo he sufrido con mi madre. 

Yo, cuando él sea un hombre, querría irme tranquilo y rápido, ligero de equipaje, que diría Valle-Inclán, sin causarle un dolor prolongado. Sólo pido eso. También que, algunas veces, cuando piense en mí, recuerde que aquél que lo acompañó durante tantos años, quizás, no fue un mal padre.