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jueves, 28 de marzo de 2024 00:00h.
Opiniones

De una mítica leyenda...

Armiche  tuvo la enorme suerte de poder descubrirlo, siendo todavía casi un ingenuo niño.

Armiche  tuvo la enorme suerte de poder descubrirlo, siendo todavía casi un ingenuo niño.

Desde el primer instante, pudo aseverarse en la sencilla idea de que nadie más conocía la existencia de aquel selvático árbol, recóndito y misterioso. 

Era el único beneficiario de tan gran secreto y, a fe, que supo guardarlo debidamente, con vehemente celo de legítima chifladura. 

Pastoreando el pequeño rebaño y rebuscando incansablemente los más recónditos pastos, por entre arriesgadas  grietas  de áridas montañas, en donde jamás había dejado impresas sus huellas el ser humano, mereció el inapreciable don  de haberse tropezado con él.  

Consideró el hallazgo como un adecuado regalo que el cielo le otorgara, en pago a su valentía e intrepidez. 

Le tomó  tal apego y cariño que, allí, solía pasar sus mejores ratos, hablándole, como si en realidad fuese un ser viviente que poseyendo alma, pudiera comprenderle. 

Le confiaba sus penas y alegrías, tal como lo haría con el más leal y sincero amigo, del cual sabía, no habría de recibir jamás la cruel puñalada del olvido y la traición. 

Con el paso de los años, aquel árbol tan raro, único en su especie, quiso tornarse gitano. 

En la palma cobriza de sus verdes hojas, llenas de incomprensible embrujo, leyó  su buenaventura el joven Armiche, el más fiero y arrogante de los herreños, el verdadero descendiente de la más pura nobleza e hidalguía bimbache 

Tenía los cabellos encrespados y la ancha frente, totalmente despejada. 

Fue un impaciente soñador que reclinando su leónica cabeza en la fantástica almohada  de los más ambiciosos sueños, logró contemplar el amplio panorama de un trono que le proporcionaría gloriosos laureles y espinosas pesadumbres. 

¡Él, llegaría a ser Mencey de su pueblo! 

Un lugar demasiado pequeño  para su regia grandeza, pero, en el que hacía mucha falta,  porque estaba navegando en los mares del progreso al igual que un débil barquichuelo sin timón, a merced de los locos embates del caprichoso viento, sin saber a dónde va a parara o, a dónde Dios quiere que llegue. 

¡Hacía falta esa mano estable que representase a la isla, para conducirla hacia los dificultosos horizontes de la soñada prosperidad!  

Allí  estaba él, preparado para intentar  plasmar las tan codiciadas quimeras. 

Los videntes pensamientos que tuviera  ante las hojas  de su querido árbol, pudieron cumplirse, haciéndose venturosa realidad la muy  fijada y aparente ficción. 

Todos se sintieron muy felices de poder contar con tan jefe, que, más que nada, se comportaba como un positivo y afectuoso patriarca. 

Su primordial desvelo fue el de proporcionarle agua a la isla; indispensable elemento líquido para hacerla prosperar. 

La Diosa Fortuna, no le acompañó por mucho tiempo. 

Hubo un año tan malo, y de tanta sequía que, sus fieles súbditos, decidieron abandonarle. 

Se sentía angustiosamente la sed, escaseaban los alimentos, los campos, única fuente de riqueza, se encontraban completamente secos, existiendo la apremiante contingencia de la más descomunal catástrofe. 

Armiche, no se inmutó lo más mínimo.  ¡Estaba tallado en castiza madera de heroicos titanes! 

Sólo les advirtió  que aguardaran al plazo de un día, antes de tomar ninguna lamentable  decisión. 

Que, antes de abandonar la tierra que les viera nacer para siempre, iba a realizar lo imposible, y... ¡allá se fue, él sólo, a la acogedora sombra de aquel árbol que desde la infancia adoró y el cual, iluminaba todas sus acciones de hombre y de bimbache! 

¡Iba, una vez más, a pedirle consejo, consuelo y, si fuese posible, algún propicio y milagrosos  remedio! 

Y, se abrazó  a su rollizo tronco, lleno de consternación, hablándole con mimo, diciéndole que, habiéndole concedido el cielo asombrosas dotes de buen gobernante, querido y amado por todos; que habiéndole proporcionado la dicha de ser padre de la hija más hermosa, ¿cómo era posible que ahora, ahora que lo necesitaba más que nunca, no se le mostraba propicio y le enviaba el venerable rocío de la lluvia? 

¡No, Armiche, jamás  renunciaría! ¡En la vida, se marcharía de allí! 

Quedaría para siempre sepultado  en aquel desconocido lugar en el que ni siquiera, serían capaces de  encontrar su recóndito cadáver. 

Y, lloró  copiosamente, de la misma forma y manera que sollozaría un indomable león herido. 

Él no esperaba portentos, porque desconocía por completo lo que era eso. 

Pero, el prodigio llegó, al notar, de pronto, con la insólita extraordinaria sorpresa, de que alguien... le acompañaba en su gimoteo, apiadándose íntegramente  en la penetrante  inquietud del  brutal sufrimiento que de tal manera le afligía. 

Alzó  los ojos, en los cuales resplandecía el espanto, y, vio... ¡vio que, de las hojas y ramas se desprendían  gruesas gotas de agua.

¡AGUA! ¡AGUA! ¡Benditas lágrimas que venían a encarnar la garantizada salvación de su dilecto pueblo! 

Aquel pasmoso árbol, fue bautizado con el nombre de “GAROÉ”, que venía a significar, “ÁRBOL SANTO”, ya que santo es todo aquel que socorre  las penas de los desgraciados y les alivia en sus perentorias necesidades. 

Desde entonces, se celebraron allí los actos de justicia y las reuniones de su corte. 

Armiche, fue considerado como un inusitado mago. Un portentoso brujo que había hecho resucitar a toda una desolada isla, plenamente difunta. 

Por ello, resonaron con estrépito las flautas  y tambores, celebrándose grandes festejos, de los cuales nació una notas y escalas originalísimas, una danza especial que llevó el nombre de “EL VIVO”. 

Los eufóricos habitantes, supieron captar magníficamente en sus acompasados movimientos, el puro sentimiento que en tan amargo trance, habían soportado. 

Armiche ordenó  y dispuso que jamás debiera a salir aquel sagrado rito, del suelo que les dio sugestiva forma, donoso garbo y destacada cualidad. 

¡Ay, del osado que fuese capaz de desobedecer su mandato! 

Pagarían todos con castigo terriblemente implacable. 

¡Pobre  bimbache; lo que jamás pudo llegar a pensar es que fuese exactamente, su hija, la orgullosa princesa, la primera en hacerle la más fatal de las desapiadas  traiciones! 

Un buen día, le abandonó para siempre, emigrando a otras tierras, en donde dio a conocer, de una manera falsa y vulgar, los ocultos secretos de un clásico tipismo que jamás debió salir de la tierra que le facilitara tan representativo origen. 

Desesperado, el gran Armiche, lleno de pena y de vergüenza, cumplió lo prometido porque... una tenebrosa noche de tormenta, mientras todos estaban ocultos en sus hogares, temerosos de ser alcanzados por la desastada furia de lo alto, se fue él solo, como en los mejores años de su infancia, cuando pastoreaba ganado, hacia el árbol de la buenaventura. 

Iba dispuesto a administrarse justicia en su propio cuerpo, por sí mismo, y con su propia mano. 

Se puso de rodillas e invocó fervorosamente el chispazo mortal del rayo. 

A la mañana siguiente, con cielo sereno, intensamente azul y despejado, fue encontrado su cadáver: Estaba junto al sitio y lugar en donde siempre vieran el árbol. 

¡Solo su despojo! EL GAROÉ... SE HABÍA EVAPORADO PARA SIEMPRE!