La “Molina Vieja” de Alcibiades García, un retazo del pasado que aún pervive

Traspasar la puerta de la Molina Vieja  en Las Rosas, es dar un salto en el tiempo, como viajar en un DeLorean a un lejano 1910.

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Alcibiades Garcia, Graduado en Automoción, Técnico de ITV Militar y Profesor de Logística y Transporte,  combina el ejercicio de su profesión con el de su pasión que, no es otro, que el rescate de todo lo relacionado con los utensilios y herramientas de gran parte de los oficios que se ejercían en nuestra isla en el pasado; oficios, muchos de ellos, que han desaparecido quedando apenas vestigios de su existencia.

Pero, reunir todas esas piezas que nos recuerden  como podía ser el devenir diario de aquellos habitantes de la isla, no ha sido suficiente para este enamorado de nuestras tradiciones; él, ha ido más lejos y desde hace unos ocho años comenzaba un “viaje al pasado” para traer al  presente una “Molina de Gofio”  de principios del siglo veinte, funcionando tal y como lo hacía por aquel entonces.

Alcibiades García, nos recibe en su “Molina Vieja”  en el barrio agulense de Las Rosas con todo dispuesto para contarnos como “comenzó todo”, de donde parte su afición por los molinos y algunas curiosidades que los rodean.

Mientras “se calienta” el motor que mueve las piedras de su molina que transformaran el dorado maíz de la zona, tostado a fuego de leña de brezo, en un auténtico y oloroso gofio; Alcibiades nos dice que su pasión e interés por los molinos, le surge desde temprana edad. 
Nos cuenta que, aunque nadie jamás lo supo, cree que aquel molino que existía en su barrio regentado por don  Francisco Herrera, conocido popularmente como  “Pancho”, condicionaría su vida. Recuerdo.-nos dice- allá por los años setenta, cuando mi madre mandaba a mis hermanos a moler y como casi siempre, les acompañaba aunque años más tarde, era yo el encargado de llevar la molienda. 

No recuerdo bien si molía a diario pero, si recuerdo esperar a Pancho sentado en una vieja piedra de molino justo al entrar a la izquierda. Mientras espera-había que estar temprano para coger sitio-, rebuscaba algún higo blanco en una vieja higuera que estaba frente a la puerta.
Nos relata que, la labor de poner en funcionamiento el motor no era fácil, primero había que revisar los niveles de aceite , desconectar la correa y luego hacer girar aquel enorme volante  que, algunas veces,  le hacía levantar los pies del suelo. Creo que nunca supo con cuánta admiración lo miraba. Cuando daba las primeras pistonadas parece que lo hacía sin ganas pero poco a poco adquiría velocidad y era el momento justo para conectar la correa y poner las piedras a moler el preciado grano. 

El hecho de haber vivido aquellas experiencias a esa edad tan temprana hizo que en mi cabeza se quedara impregnada de ese olor a gasoil y a gofio. Ver aquella máquina, aquellas poleas y aquella vieja correa en movimiento, despertó en mí, la pasión por los motores y sobre todo el deseo de algún día tener un molino. 

Ese fue el principio de "La molina Vieja ".

Por una casualidad y, en una conversación en la que habla de su inquietud por rescatar un molino para instalarlo en su propiedad-nos dice-, el destino le llevó a Vallehermoso donde consiguió una parte de “la molina”, a falta del motor que lo moviese para ponerlo a funcionar.
Tras un tiempo, logra dar con el complemento que le faltaba a su molina; un motor de dos tiempos hecho en Tarragona en 1910 por el Ingeniero Francisco Vilar, quien construyó unos ochenta motores, incluido este, único que aún funciona y que se encontraba en Arguayoda, en La Gomera.

Pero llegar al punto de conocer quien fue el constructor, su procedencia y ponerlo a funcionar;  Alcibiades García tuvo que realizar un intenso trabajo de investigación para tener el mayor número de datos posibles sobre su construcción y funcionamiento dado que “la maquina” carece de esquemas o manual de funcionamiento por su antigüedad.
En ese proceso, logró contactar con un nieto del constructor quien quedo sorprendido por saber que el único motor  de los ochenta fabricado por su abuelo, aún existía. Le contó una breve historia sobre él y de cómo, tristemente, su final lo encontró en el campo de concentración de Auschwitz. 

Tardó, según nos cuenta, unos cinco años en restaurarlo dado que tuvo que fabricar el mismo  las piezas de repuesto ante la imposibilidad de conseguirlas; un tiempo en el que esperaba con ansias escuchar nuevamente ese sonido tan característico que le marcó en su niñez.
Pasados unos veinte minutos, en los que aprovechó para dibujarnos con palabras una jornada del molinero de la época, el motor centenario rompe el silencio de la tarde en el barrio de Las Rosas y el grano, previamente colocado en la “tolva”, comienza su lento camino hacia las piedras que le convertirán en gofio.

Mientras esperamos a que termine “la molienda”, con los primeros “puños de gofio” que salen de la vieja máquina, Alcibiades nos prepara una “cabrilla” para acompañar una generosa copa de vino de su cosecha. 

Nos dice que los molinos fueron también en su época, talleres en los que se desarrollaban otros oficios como el de la carpintería, barbería o pequeña “venta”  (tienda de ultramarinos); actividad  complementaria que permitían al molinero, estar pendiente a la molina y rentabilizar un poco más su jornada.

Afirma que los molinos y molinas, atesoran infinidad de historias, no en vano, era un lugar de reunión donde nacieron noviazgos, se hablaba de política o se cerraban negocios como la venta de animales o fincas.
Mientras el motor de la vieja molina ronronea con una acústica rítmica y constante, la molienda llega a su fin con el posterior cernido del Gofio en un cedazo y recogido en un recipiente de hojalata, tal y como se hacía antaño.

Despedimos a nuestro anfitrión quien nos avanza otra de sus “aventuras” en el rescate de nuestras tradiciones. Nos refiere que, se halla terminando la restauración de una antigua furgoneta con la que recorrer todos los municipios de Canarias, en los que piensa dar a conocer como era el ritual de la molienda del Gofio en La Gomera a principios del siglo pasado. Y dar a probar ese genuino gofio, al que verdaderamente se le puede llamar gomero.

Quizá en un futuro, sea él quien escriba sobre todas las historias y curiosidades de la vida en La Gomera que, durante todos estos años ha ido atesorando. De momento, ha logrado uno de sus sueños. Poseer su propia molina.