El valle de Las Palmas de Anaga (Reportaje de Antonio Arteaga Mora)

"Ha sido mucha la información que he buscado, pero ninguna tan fiable como la de los vecinos de Chamorga, Almáciga y Benijo que han tenido la paciencia de conversar conmigo"

Desde que descubrí este lugar hace algo más de dos años, no he parado de visitarlo casi cada fin de semana, y es que al igual que el Caserío de Seima en La Gomera, este valle recóndito en Anaga ha pasado al olvido.

Ha sido mucha la información que he buscado, pero ninguna tan fiable como la de los vecinos de Chamorga, Almáciga y Benijo que han tenido la paciencia de conversar conmigo.

He tenido que esperar desde entonces para tener la oportunidad de entrar y visitar uno de los lugares con más historia de Tenerife, gracias a quiénes lo hicieron posible, aunque no quieran ser mencionados.

El valle de Las Palmas de Anaga se encuentra habitado desde época guanche, tal y como demuestran los diferentes hallazgos arqueológicos realizados en la zona, además de que a simple vista y sabiendo buscar un poco podemos aún encontrar algunos grabados aborígenes.

Después de terminada la conquista de la isla por los europeos en 1496, las tierras del valle fueron repartidas entre conquistadores y colonos. Pronto, sin embargo, el valle de Las Palmas pasó a manos de grandes propietarios absentistas que residían en San Cristóbal de La Laguna, siendo comprado por Gonzalo Fernández de Ocampo en 1610 a la familia Armas que residía en la capital de la isla.

El linaje de los Fernández Ocampo esta establecido en Tenerife desde la conquista y sus miembros ocuparon importantes cargos públicos en el gobierno de la isla.

El primer titular de la propiedad llegó a ser capitán de milicias y regidor perpetuo. El interés por la adquisición de estos terrenos se justifica por la importancia que cobra el cultivo del viñedo en esta centuria y por la rentabilidad de su comercio. A pesar de su aislamiento por tierra, las terrazas bajas del norte del Macizo de Anaga disponían de tierras fértiles y de una relativa buena comunicación por vía marítima para la salida de la producción vitícola; circunstancia que justifica la ubicación de la hacienda, junto con las vecinas de Benijo y Las Breñas.

En la finca llegaron a trabajar un centenar de personas aproximadamente, estas se dedicaban mayoritariamente a la agricultura vinícola, aunque también habían pequeñas plantaciones de caña de azúcar, legumbres y papas.

Y es que aún quedan restos de viñas y caña de azúcar, que son atendidas por los vecinos que frecuentan la zona constantemente.

Debido a la lejanía y atendiendo a la fe de los que allí vivían en 1663, Pedro Fernández de Ocampo inició la construcción de una ermita que albergaría a San Gonzalo de Amarante.

En 1684 y concluida la construcción del santuario, sería Francisco de la Coba Ocampo el encargado de la inauguración, quien instituyó en él una capellanía de una misa rezada todos los domingos y días de fiesta de cada año, con 300 reales de rentas anuales, mediante escritura otorgada el 11 de junio de 1663.

La Ermita de San Gonzalo posee una única portada de medio punto en cantería, con espadaña en idéntico material y pavimento de losetas de barro cocido. Al exterior presenta cubierta a cuatro aguas con teja curva, mientras que al interior se documenta un interesante artesonado ochavado, con pinjante esquematizado. Sus decoraciones florales y geométricas son características del barroco.

Como dato curioso y que apuntan algunos de los descendientes de los que por aquel entonces vivían allí, la madera para la construcción de la ermita fue traída desde el municipio de Güimar.

En el interior del templo existen varias tallas de mucha antigüedad, posiblemente del siglo XVII (fecha de la construcción de la Hacienda),estas son las de San Gonzalo y una replica en miniatura del Cristo de Tacoronte, además de la representación de otras divinidades que fueron introducidas posteriormente.

Entre estos elementos de valor histórico, artístico y cultural se halla un cuadro de la Virgen de Candelaria (posiblemente de finales del siglo XVIII o principios de siglo XIX), pintado "sobre lo que parece ser tela de sacos" como me aseguraron algunos de los que allí tienen aún casas en propiedad.