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sábado, 04 de mayo de 2024 11:21h.

Al final, la soledad

moises gonzalez miranda opinión
Al son de los últimos latidos giró la cabeza hacia la mesita donde habitaban  sus hijos desde hacía años: en el marco oxidado de un portarretratos.

Tenía un recibo de la luz en la mano cuando se sintió desfallecer en la cocina y caminó tambaleándose hasta la mecedora, donde encajaba a la perfección la forma exacta de su cuerpo, como prueba irrefutable de las largas horas y los interminables días en que acunó el atardecer de su vida, con un lento vaivén, como las olas que contemplaba tantas tardes cuando el sol encajaba igual de exacto en el horizonte y él rebosaba vitalidad en el esplendor de su juventud.

Hacía años que Marta le había fallado rompiendo la promesa de morirse después que él. "Me lo prometiste. Tú siempre fuiste la fuerte", pensaba de manera recurrente cuando quemaba el arroz de cada día y ponía un plato vacío en su sitio (a la izquierda de la mesa, delante de la ventana) para mitigar la soledad invocando al fantasma imaginario de su compañera y su eterna sonrisa. Su sonrisa. El oasis al que retornaba cuando el desierto  del trabajo y  las dentelladas de los lobos le devolvían con las manos heridas al hogar. 

Al son de los últimos latidos giró la cabeza hacia la mesita donde habitaban  sus hijos desde hacía años: en el marco oxidado de un portarretratos. Volvió a escuchar el correteo por la casa, la peleas infantiles, los llantos desesperantes, la dulce molestia de la vida que tanto llegó a añorar cuando enfermó de soledad y pedía cada noche a la bombilla  que siempre parpadeaba  en el baño y que ejercía de estrella fugaz de emergencia, el deseo de que la Navidad y su embrujo de volver buena a la gente, fuera eterna, para compartir cada día la cena con Anita, con Juan y con los nietos traviesos que tanta vida le daban cuando se colgaban de su cuello cansado. 

Le resultó irónico y a la vez amargamente metafórico. Durante días, nadie iba a echarle de menos, pero tenía en la mano la única razón por la que darían con su cadáver: un recibo de la luz sin pagar que sin duda haría que tocaran en su puerta  y la echaran abajo, para dar con un cuadro crudo:  un aciano vencido en la mecedora, unos hijos sonrientes en un marco oxidado, una bombilla palpitando en el baño, un cuenco de arroz quemado en la mesa y a la izquierda, un fantasma sentado frente a un plato vacío, justo delante de la ventana.