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sábado, 27 de abril de 2024 00:00h.

Mi primer Colegio

moises gonzalez miranda opinión
En el presente, se cumplen 40 años de la apertura del IES Óscar Domínguez. El centro de ESO, bachillerato y FP de Tacoronte que, sin duda, ha marcado a todas las generaciones del municipio, pero de una manera especial a la mía, porque pertenezco a aquella que estrenó el centro en el lejano 1983. 

Durante mi educación primaria, cada, vez que los payasos de la tele decían lo de "¿cómo están ustedeeeees?", en mi inconsciente respondía, agobiadoooo, porque en aquellos años, mi universo se reducía al trayecto que va desde el callejón de la Perla y la  calle Santa Rita, hasta el Paseo de las Acacias, y era consciente de que tras la EGB de pizarras de tiza, gomas Milán, Espinete y Curro Jiménez, tendría que ir a la Laguna a realizar el bachillerato.

Me veía a mi mismo con 14 años, sólo, en la parada de la guagua como Paco Martínez Soria, con la boina calada hasta las cejas y una mochila en la que llevaría algunos libros, una ristra de chorizo perro y un queso del país, esperando por un chófer, seguramente malencarado, que me dejaría en una tierra extraña, mirando hacia arriba con la boca abierta a un montón de edificios gigantes, y rodeado de niños laguneros, que habrían crecido amargados porque nunca probaron los bocadillos de mejillones en el kiosko de Doña Nena, y justo el año que terminé octavo de EGB, abrieron el instituto de mi pueblo.

De esa manera, renuncié al ritual que me iba a hacer un hombre, cuando cogiera aquella guagua que me llevaría al otro lado de la galaxia. Entré el primer día con la pinta de quien se va a presentar a un casting para entrar en los chicos. Con el pelo aplastado sobre la frente y tapando las orejas, casi igual que la lámpara que tenía sobre la mesita de noche.
40 años después, la Consejería de educación ha decidido que tengo que volver al Óscar, pero esta vez con el rol renovado de profesor.

Volví a entrar hace unos días, cuando no había casi nadie en el centro y sin embargo, el rumor de los recuerdos sonó a todo volumen. Al lado de la puerta, a la derecha, está la conserjería donde busqué a Óscar, el conserje amable que no debía superar los 1,60 y su compañero Pedro, que no debía bajar del 1,90. Me comentaron que se jubilaron hace unos años. Al lado está la sala de profesores. La crucé con cierto reparo porque, de alumno nunca pasábamos del marco de la puerta.

Era un terreno prohibido como si estuviera plagado de arenas movedizas que nos tragarían para siempre, así que nos plantábanos  allí y movíamos la cabeza como suricatas, buscado a la profe para pedirle que nos cambiara el examen porque la de lengua había puesto el suyo el mismo día. Al fondo está la cantina donde nos arremolinábamos gritando y empujando, con la mano levantada como si en lugar de pedir bocadillos y Donuts, trabajáramos en la bolsa comprando acciones.

A la derecha se encuentra la cancha de baloncesto. Comprobé que en 4 décadas nadie ha logrado el viejo anhelo de techarla. Bajo la canasta añoré aquel recreo en que, por una vez, encesté más que nadie, aunque no sirvió para ganar el partido, y sonreí al darme cuenta de que aún escuece aquella derrota. Cuando miré a las gradas, volví a aquellos primeros amoríos de miradas esquivas y sonrisas nerviosas, que prometían ser eternos y duraban una semana. Cómo dijo Serrat, "historias de amor, sueños de poeta, a los 15 años no se sabe más“.

A veces pienso que la vida no es una sucesión de hechos al azar, sino fruto de un guionista que la estructura con presentación, nudo y desenlace. Ahora que vuelvo con mis 54 y la pinta de uno que quiere entrar en los Panchos,  espero tener alumnos mejores de lo que yo fuí y ser el profesor que me hubiera gustado tener, y que en mi cabeza es un cuadro surealista de Óscar Domínguez en el que se mezcla la ternura rosa de Espinete y la rebeldía de Curro Jiménez, para dejar una huella mínima en alguien que, dentro de 40 años, recuerde su paso por este centro tacorontero, y tal vez regrese con más canas y más barriga, con el nuevo rol de profesor.