Los abuelos deberían ser eternos

“Pero, además de todo ello, hay algo más, mucho más, cosas que no tienen precio pero sí mucho valor, situaciones y momentos que formarán parte de esos pequeños locos bajitos y de ésos que ya peinan canas.”

Hay que ser agradecido en la vida. El tiempo, juez supremo que todo lo juzga bien, nos da una perspectiva sobre las cosas del pasado, aquéllas que nos marcaron o que no dejaron nada a su paso. Se mira atrás, se piensa que, quizás, lo que fue pudo no haber sido, o haber sido de otra forma.

Es necesario que el tiempo pase para darse cuenta de muchas cosas y, como dice mi tía Eladia, hace falta dos vidas: una para aprender y otra para vivir. Pero así es nuestro deambular por este mundo, aprendiendo de los errores o haciendo que algunos de ellos formen parte de nuestro ser.

Agradezco a la vida muchas cosas y, si bien he sufrido injusticias como todo el mundo, no puedo sino sonreír y seguir adelante. Sólo mi hijo me preocupa realmente, su salud y sus valores, su forma de afrontar la vida, su modo de contemplar las cosas bajo dos miradas: sus capacidades y su ética personal. El resto me importa bien poco.

Los abuelos, ésos que dan sin esperar nada, dos pasos más allá de los padres, no deberían desaparecer si el amor fuera medido en toneladas y sirviera de eximente para evitar a la de la guadaña. Ya saben, la señora de negro que ya les sonríe al final del camino. Si el amor de los nietos fuera pesado, seguro que doblegaría la voluntad de la que les arrebata a los padres de sus padres. Pero no es así porque está escrito en las estrellas que todo tiene un principio y un final.

Veo a abuelos haciendo de padres, veo a abuelos haciendo lo que no les corresponde, veo a abuelos agotados, veo, en fin, a abuelos que, una vez más, son requeridos para cuidar de sus nietos en este país donde la conciliación es una quimera y donde, para las autoridades, ayudar a las familias es crear guarderías para aparcar niños.

La familia, ese concepto tan nombrado por los políticos, solo existe en su versión ideológica o religiosa y, para qué engañarnos, una vez que el niño nace se deja a los padres abandonados y ahí te las arregles. Pocas hipocresías más grandes que ésta: tened niños pero allá vosotros.  

Los abuelos, con esa capa de dureza y voluntad, agachan la cabeza y se dejan llevar por la consabida frase de si no lo haces por tus hijos por quién vas a hacerlo. Y así vamos tirando. 
Pero, además de todo ello, hay algo más, mucho más, cosas que no tienen precio pero sí mucho valor, situaciones y momentos que formarán parte de esos pequeños locos bajitos y de ésos que ya peinan canas.

Los paseos por el parque, cogidos de la mano,  y en los que el que está empezando a vivir piensa no me sueltes, abuelo, no conozco a nadie, y en los que el que está acabando su viaje piensa no me sueltes, tesoro, tu mano no acaricia mi mano sino mi corazón.

Y esos partidos de fútbol que no lo son, donde las piernecitas del nieto golpean una pelota mientras sonríe al abuelo consiguiendo marcar un gol, no en esa portería imaginaria sino en su corazón.
Esas muñecas que los abuelos ayudan a vestir y desvestir, ejerciendo de empleados que cumplen con los deseos de diseñadores que no pasan de 1,20.

Esas cucharadas en forma de avión para alimentarlos, sopa derramada sobre el babero, potaje repartido en las comisuras de los labios, lágrimas infantiles que apenas brotan porque ven a su abu sonriendo y decirles que tienen que comer para hacerse fuertes. Los padres, a cierta distancia, agradecen la implicación y la paciencia, agradecimiento cortado en seco por esas frases cargadas de amor: es mi nieto/nieta, coño, no tienes nada que agradecer.

Esos abrazos y besos al ir a buscarlos al colegio, sintiendo que ya no tienen fuerzas para cogerlos en brazos, notando que la espalda ya no es lo que era y que la barriga, creciendo poco a poco, les quita prestancia física. No importa. Ese te quiero, abuelo/abuela, cura más rápido los achaques de la edad que centenares de fisioterapeutas.

 

 

No disfruté mucho de mis abuelos ni creo que llegara a conocerlos bien. Mis abuelas, en cambio, sí que forman parte de mis recuerdos, vivos y próximos, anclados en mi juventud mientras que ellas afrontaban su vejez.

Mi abuelo Ramón, nacido en Seima y hecho hombre en Agulo, murió cuando mi padre tenía 17 años, obligándolo a marchar a Venezuela. Mi padre apenas hablaba de su padre, quizás por esa situación traumática que él vivió. El tifus se llevó a mi abuelo y, en buena medida, bastante de mi padre.

Mi otro abuelo, José, murió cuando yo tenía 12 años y vivió casi toda su vida en Venezuela. Lo recuerdo callado y reflexivo, roncando con un silbido extraño cuando lo veía durmiendo la siesta, marcado por una guerra civil en la que, siendo inocente, sufrió como si fuera culpable.

Mis abuelas, una habladora y la otra no tanto, compartieron conmigo algunos años y dejaron este mundo, rápidamente y sin que yo me diera cuenta. Yo, al haber pasado poco tiempo con ellas, no fui el mejor de los nietos y pero ellas sí que fueron las mejores de las abuelas.

Sí, los padres de nuestros padres deberían ser eternos. No morir, sino irse a descansar y volver de cuando en cuando, en esas dudas que todos tenemos, en esos momentos donde la experiencia debe hablar para hacer callar a la juventud, en esos instantes donde daríamos todo por abrazarlos durante media hora. 

Ya ven. Es lo que tiene la vida. El valor de las cosas es descubierto, muchas veces, cuando ya no puedes disfrutarlas.