Dulcemente, Agulo

“Un horno, calentado por tártagos antes de dar paso a la leña, subiendo los grados centígrados al mismo tiempo que se compartía café y, quizás, una jícara de anís, compitiendo de forma sana por sacar los mejores productos entre risas, sabiendo que, en el fondo, el postre era una simple excusa para conversar durante horas y no sentirse solas. Y, además, siempre se podía encender la radio y poner una novela, Lucecita, por ejemplo, cuyas tristezas apenaban a esas madres ejemplares, a esas diosas de nuestro pasado.”

Es curioso cómo se van repitiendo ciertos esquemas mentales, ciertos dejes, ciertas muletillas cuando eres profesor y sabes perfectamente que transmitir es la cualidad más importante al ejercer la docencia. Yo, avejentado por tanta burocracia sin sentido, desmotivado en ciertas cosas que me hacen anhelar la jubilación, intento perseguir la formación integral del alumno, esto es, hay días que no imparto francés porque considero que hay cosas más importantes: los valores, la educación en el trato, el amor hacia los padres, … Todo ello, sumado, puede llenar a un adolescente mucho más que la lengua de Molière. 

Sí, quiero que sean seres humanos decentes cuando sean mayores, que se acuerden de aquel profesor gomero que les dijo que la inteligencia sin bondad no les hará mejores.

Somos lo que comemos, decía hace mucho Aristóteles, haciendo ver que una alimentación sana configura una esencia mejor. Y esa idea, hoy por hoy, hace que renuncie a la explicación del “passé composé” en aras de que mis alumnos coman mejor. Ellos me miran, me escuchan y quizás se les quede algo de mi apología de los buenos hábitos alimenticios y deportivos. No quiero que sean como yo, feliz llevando mi cuerpo al límite en un gimnasio, pero sí que se cuiden un poco más.

No siempre fue así y hubo un tiempo en el que el azúcar bañaba mi sangre en un torbellino de energía que subía muy rápido y bajaba a la misma velocidad. En esos tiempos, en Agulo, en mi paraíso, me dejaba llevar por la tradición de lo que se hacía. Y me gustaba.

No era consciente de que esas cosas, en demasía, no eran muy saludables. Pero, ¿cómo resistirse a lo sabroso si vives en el lugar donde se hacen los mejores dulces de la isla? Además era joven y, por tanto, confiaba en mi metabolismo y en eso de que ya me corregiré más adelante.

Agulo es un sitio especial, no de ahora, sino de siempre, lleno de matices y de cosas sorprendentes: los mejores futbolistas de La Gomera, la mejor orquesta gomera, el mejor pintor gomero, poetas y escritores, el mejor cirujano pediátrico de España (Leoncio Bento), … Y también los mejores reposteros, recordados con manos diestras y dedicación sin igual.

Los dulces, característicos del pueblo de anfiteatro de riscos, eran degustados primero por la nariz y después por la boca. El olor se anteponía al sabor en una mezcla mágica que, todavía hoy, recuerdo como una experiencia rica, intensa, vital, algo sin parangón en un pueblo sin parangón.


No me hace falta una magdalena, que diría Marcel Proust, para viajar al pasado y sentir lo que sentíamos hace ya mucho, oler a gloria mientras, de niños, marcábamos un gol en cualquier callejón del pueblo, felices al saber que, al llegar a casa, habría un poco de Clipper y algunos rosquetes.

Sí, los niños jugábamos, exentos de responsabilidades, sin pensar en el mañana. Otros y otras sí trabajaban, esfuerzo y sudores por el calor, buscando su sustento o hacer feliz a la familia.

Echo la vista atrás y veo a Lola Perdomo con esa sonrisa tan suya, con esa forma de hablar convenciendo, con ese horno que prestaba a las madres del Charco, ese barrio que no era la capital pero como si lo fuera. Ese horno, si hablara, podría contar la historia completa de Agulo, lo bueno y lo malo, las risas y los llantos, las palabras y los silencios. 

Un horno, calentado por tártagos antes de dar paso a la leña, subiendo los grados centígrados al mismo tiempo que se compartía café y, quizás, una jícara de anís, compitiendo de forma sana por sacar los mejores productos entre risas, sabiendo que, en el fondo, el postre era una simple excusa para conversar durante horas y no sentirse solas. Y, además, siempre se podía encender la radio y poner una novela, Lucecita, por ejemplo, cuyas tristezas apenaban a esas madres ejemplares, a esas diosas de nuestro pasado.

Y, al final, salían cosas especiales de esos hornos, dulces que duraban semanas para que no se apagase la felicidad del sabor de algo bueno, nuestro, de toda la vida, de AGULO, así, en mayúsculas, de esa estructura que nos vio nacer y donde algunos queremos morir.

Esos bizcochos finos mojados en café para deleite de parturientas primero y después de todos los demás, manjar deshecho en la taza, mezcla sólida y líquida que nos llenaba el estómago. Esos rosquetes dibujando estructuras parecidas a un corazón, quizás porque se hacían con mucho amor, esas galletas de limón que no eran agrias sino dulces, el complemento perfecto para completar la merienda si te quedabas con hambre después de haberte comido un bocadillo de chorizo de perro. Esas tortas de cuajada y económicas hechas en Navidad o en las fiestas del pueblo, contundentes y llenas de sabor. Esas tortas de vilana, monumento a la repostería del terruño, llamadas así por el recipiente hecho por unas manos diestras, las de Pepe García, por ejemplo, ídolo de la tradición. Esos bollos recien sacados que se unían a la mantequilla siempre dispuesta a enriquecer.

Hoy, legado indeleble del pasado, es raro el hogar de Agulo que no le ofrezca un dulce a una visita para acompañar al café que, siendo bueno, es incompleto sin una buena galleta de limón.
Pero hay algo más. El Mantillo, punto de partida durante cuatro años de mis estudios de secundaria, olía a todo ello gracias a Federico antes y a mi querido Ibrahim después, mientras Lalo se asomaba por la ventana y nos decía que leyésemos más si queríamos saber más. La guagua del sacrificio despegaba hacia La Villa mientras yo, sentado junto a Ramón Rodríguez, no sabía a qué agarrarme más: si a la frase de Lalo o al perfume de mi pueblo que ya quedaba atrás.

Hace no mucho estuve en La Gomera y, en compañía de mis queridos Kiko Macho y Carlitos Segredo, fui a comer fuera del pueblo. Todo estuvo genial y la conversación, una vez más guiada por los recuerdos de Kiko, fue el complemento perfecto. Al final, compramos unos dulces. Carlitos y Kiko me preguntan cómo están y respondo que están buenos, pero que les falta algo para ser sublimes, un no sé qué apenas percibido al principio pero meridiano cinco segundos después: un horno y mucho amor, hace tiempo, en cualquier parte de Agulo.

 

P.D. Quiero agradecer la ayuda de Alexis Serafín y de Ramón Rodríguez en la elaboración de este artículo.