Faltan las palabras

“Estoy seguro que le ha pasado a mucha gente. O no. Si no es así, esa gente que dio y no guardó nada constituye un ejemplo a seguir por éste que teclea y que se guardó palabras que no debió guardarse. Si leen esto y son jóvenes, tal vez saquen una lección para la vida. Si no son tan jóvenes, seguro que han actuado mejor que yo.”

“No sobran las palabras” es el título de la columna que escribo cada cierto tiempo, cuando las ganas y los momentos libres confluyen para teclear delante del ordenador buscando un no sé qué en el que me siento cómodo. No hay certezas al empezar y muchas dudas al acabar, siendo escribir algo parecido a vivir, muchas veces sin agarres ni referencias, improvisando aquí y allá, dejándose llevar por una serie de valores que, buenos o malos, son los míos.

Y así, con el miedo a la hoja en blanco, empiezo algo que, quizás, pueda gustar. Como me dijo Leoncio Bento hace unos días, debes creer más en ti. Pero uno es lo que es, lleno de dudas ante lo bueno que puedo tener y muy crítico con todo lo malo que conforma mi ser.

Creo que siempre he sido agradecido y lo llevo por bandera, estandarte izado por esas palabras de cariño que me dedica la gente. Hace poco, en La Gomera, mucha gente, para mi sorpresa, me animó a seguir escribiendo, tal vez por generosidad o tal vez por convicción. Y aquí sigo, un “juntador” de palabras, contador de historias, hijo de Agulo y natural de La Gomera.

Un amigo, apuntador de tiempos remotos y vigorosos, me escribe, a mano, unas frases que podrían dar forma a un artículo y que, en todo caso, son importantes para él. Leo y me gusta lo que leo, meditándolo un poco y luego mucho, seguro de que yo también comparto su visión, dándome cuenta que no he pensado lo suficiente en ello pese a no ser un tema baladí.

“Quizás coincidas conmigo en que, a veces, faltan las palabras que, bien por orgullo o por vergüenza, nunca decimos. Un te quiero, un perdóname, un te extraño, … Quizás porque pensemos que tenemos tiempo para ello pero, qué gran error, pues el tiempo nunca sobra”, escribe Alexis Serafín. 

Vuelvan a leerlo otra vez. ¿Lo ven? ¿Ven esa evidencia contrastada con el paso de los años, con las arrugas del alma, arrepentidos no de lo que hemos hecho o dicho sino de lo que no hemos hecho ni dicho? Es fácil si miran con honestidad, sin mentirse. Sé que no es fácil porque, como decía Wittgenstein, no hay nada más complicado como no engañarse a uno mismo. 

Yo, lleno de defectos y pocas virtudes, me arrepiento de cosas que no hice cuando debí hacerlas y de cosas que no dije a gente que ya no puede escuchar. Nunca le dije te quiero a mi padre y ya nunca lo podré hacer. Echo la vista atrás y no sé por qué no lo hice, quizás por vergüenza, quizás por un concepto mal entendido de la masculinidad, quizás porque él tampoco me lo dijo aunque, al igual que yo, sé que lo sentía, viendo que su hijo, después de todo, no era un mal hombre.

Es más. Ahora, ésa que me dio la vida es incapaz de escuchar los te quiero, los abrazos y los besos de su hijo, intentado recuperar lo que no le dije cuando aún era ella, derramando cariño antes sus ojos pensando que, quizás, algo podrá entender, tal vez sonreírme y decirme que me quiere. Sé que lucho contra un imposible pero uno debe hacer lo que siente, incluso en la certeza de que no es escuchado.

Estoy seguro que le ha pasado a mucha gente. O no. Si no es así, esa gente que dio y no guardó nada constituye un ejemplo a seguir por éste que teclea y que se guardó palabras que no debió guardarse. Si leen esto y son jóvenes, tal vez saquen una lección para la vida. Si no son tan jóvenes, seguro que han actuado mejor que yo.

“A dónde irán los besos que guardamos y que no damos”, cantaba ese autor del norte de voz ronca y compromiso vital. Versos de una canción que debe ser tomada como un dogma, algo obligatorio, algo definitivo por importante, contundente por verdadero. 

Así que ya saben, digan más te quiero, más perdona y más te extraño. A buen seguro que les allanará el camino de este tránsito empezado en la nada y finiquitado en la nada, en este valle de lágrimas que sería mejor si hubiera más amor.

Echen la vista atrás. ¡Cuántos problemas se hubiesen solucionado ipso facto con un perdón! El orgullo, ese ave carroñera que sobrevuela por encima de nuestros actos, nos marca malos caminos y, por gracia de él, lo que empezó como una nimiedad acaba siendo una montaña que se sube rápidamente y de la que nos es muy difícil bajar.

Sigan echando la vista atrás. ¡Cuántas alegrías, propias y ajenas, nos hubiésemos proporcionado al decir te extraño! Esa frase, definitoria de un sentimiento bello, desea ser escuchada por los que esperan mucho de nosotros, ésos que nos perdonan nuestros defectos porque, hechas las cuentas, creen que merecemos la pena. Te extraño porque deseo estar contigo, porque algo bueno veo en ti, porque me haces mejor con tu presencia. Sí, pocas cosas más bellas que un te extraño.

¿Y qué me dicen de los te quiero que no han dicho? Es curioso, nos mostramos como somos en muchas ocasiones pero no queremos que nadie, o casi nadie, sepa por nuestra boca cuánto nos importa. ¿Tan difícil es? Sí, lo es por cultura, por vergüenza, por miedo a sufrir, por perder el control que deseamos tener, … Sí, lo es porque, muchas veces, somos unos estúpidos que no le hacemos caso al corazón.

No hay dos vidas. Y eso de una vida para aprender y otra para vivir es una ensoñación que nunca se realizará, que se irá al igual que tantas de nuestras ilusiones, perdidas como lágrimas en la lluvia.

Nos iremos irremediablemente, sintiendo lo mucho vivido o lo mucho por vivir, inseguros ante lo que nos espera y arrepentidos por lo no dicho, dándonos cuenta de que un te quiero, un te extraño y un perdóname son tres verbos de difícil conjugación en el juego de la vida.

 

P.D. El tema de este artículo me lo sugirió mi amigo Alexis Serafín.